Como no podía ser de
otra manera, comienzo a escribir en medio de una crisis.
¿Por qué no podía ser
de otra manera?
Entre los jirones que
quedan de mí, los tientos que tiran bueyes de mi carne, mis brazos, mi sexo y
mi voluntad, queda una mano libre y es así como encaro este texto.
No es una posición
cómoda. No conocí una jamás en toda mi incómoda vida.
Tal vez la
inconfortable pesadez del ser sea un estado superador a la plenitud.
Ahí es donde se
templan carácter, ideas, proyectos, emociones. Como si la comodidad fuera un
utópico caso de leyenda urbana y suburbana.
Ya nadie tiene una cómoda
en el dormitorio. Todo son placares y cajoneras. Cómodo son los ataúdes, nadie
se ha quejado de lo contrario.
Es así como la crisis
mueve montañas, y no la fe. Si fuera así, las iglesias serían ferias de
fenómenos telekinéticos.
Y aún así la evitamos
sosteniendo un estado de placidez actuada. Nada, no pasa nada. La nada como latiguillo. Latigazo bien entendido en su diminutivo absurdo. Conformismo autoflagelante y mucha,
mucha, mucha paciencia.
La llaman “santa” a la
maldita. Tiene contratado un equipo de prensa que logra dejarla en el mejor de
los lugares. La muy zorra.
La paciencia es la
anestesia, el botón pause, el color gris. Todo lo que detiene la manifestación
de la vida a pleno, sin tapujos ni almohadones.
La brutalidad mejor
entendida, la bestialidad a la que le han menospreciado el mote. Pobres
bestias, inocentes brutos.
Cuando llega la crisis
hay que hacerla pasar, que se estire a sus anchas y servirle algo. Seguramente
no se quedará mucho. Pero si no lo hacés, no te va a dar vida pateándote la
puerta, asaltándote en sueños, hablando en actos fallidos.
No, mejor dejale tu
mejor sofá y una vez que se sienta cómoda se irá a buscar las camas de clavos
que tanto bien le hacen.
Haceme caso.
¿Ves? Ya se fue.
EU*